En aquella vivienda del segundo izquierda del número 109 de la calle de Fuencarral sólo había dos mujeres, y una de ellas, Luciana, estaba muerta. Cuando la policía entró en la vivienda en la madrugada del día 2 de julio de 1888 halló tendida en la cocina
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En aquella vivienda del segundo izquierda del número 109 de la calle de Fuencarral sólo había dos mujeres, y una de ellas, Luciana, estaba muerta. Cuando la policía entró en la vivienda en la madrugada del día 2 de julio de 1888 halló tendida en la cocina a una mujer que se encontraba al lado de un perro que ni ladró, ni se movió. Preguntada por su nombre, dijo llamarse Higinia Balaguer, era la criada. Dijo ser natural de Ainzón, en la provincia de Zaragoza, añadiendo que contaba con veintisiete años de edad y que era soltera. No había señales de que se hubiera forzado la puerta de entrada y, después del minucioso reconocimiento, efectuado bajo la supervisión del juez de guardia, nada indicaba que el móvil del crimen fuera el robo. Desde las primeras crónicas que se escribieron a vuela pluma, todo parecía señalar hacia la criada. Según La Época, tenía "una de esas fisonomías que a primera vista predisponen desfavorablemente: alta, delgada, quebrada de color, pelo negro, mirada errante y un lunar de pelo en la cara". No obstante, la prensa no tarda en hacerse eco de algunos comentarios que apuntan en otra dirección: José Varela, el hijo de doña Luciana, que frisaba los veinte y pocos años, y del que se decía que era un "bribón redomado", asiduo de los "círculos alegres", al que le gustaba armar camorra y que frecuentaba los bajos fondos, donde era conocido como Valerita, El pollo Varela o Marquesito. Además, estaba el asunto de aquella agresión a su madre ocurrida un par de años antes y que ahora recuerdan los periódicos. Pero José estaba en la cárcel. La investigación policial giró hacia el director de la cárcel, Millán Astray, al que acusaban considerables pruebas circunstanciales en connivencia con José. Así las cosas, el juicio fue seguido con apasionamiento por la opinión pública y por los publicistas de la época (Pérez Galdós y Rosario Acuña, entre ellos). La posterior sentencia no terminó con la polémica, que ha continuado durante más de un siglo.
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